En los años 40, Nasaud era un pueblo de la zona de Transilvania, al norte de Rumania. Era un lugar tranquilo y pequeñísimo, dedicado a la agricultura. Era, también, el lugar de la familia Polak, que había estado allí durante varias generaciones. El 25 de diciembre de 1925 nació allí Shimi Polak, hijo de Moishe, dueño de dos carnicerías, y de Esther, que cocinaba como nadie y tenía una confitería. La vida pasaba entre la escuela, a la que iban niños de todas las religiones, el trabajo y las tardes patinando sobre el hielo del invierno.
Ocho años después del nacimiento de Shimi, Adolf Hitler, líder del Partido Nazi, fue nombrado canciller de Alemania. Ese mismo año, pero en marzo, comenzó a funcionar el primer campo de concentración.
En el pueblo de Shimi, donde recién había llegado la luz a comienzos del 30 y el cine un poco después, no había motivos para preocuparse. No había radio ni diarios. No sabían nada de lo que estaba pasando en Alemania. No sabían sobre las leyes de Nuremberg, ni sobre la quema de libros, ni sobre la destrucción de sinagogas, ni sobre los campos de concentración en los que, hacia 1939, ya había más de 30.000 judíos. Apenas sabían algo sobre el inicio de la Segunda Guerra, que veían como algo ajeno, lejano.
Un año después, con la invasión húngara a Rumania, Shimi tuvo que dejar el liceo —como todos los jóvenes judíos— y, aunque no entendía por qué, empezó a aprender sastrería. Eso, saber coser, remendar, fue lo que, algunos años después, le salvó la vida.
Un día de febrero de 1944 el ejército húngaro recorrió el pueblo, y, con altoparlantes, le solicitó a las familias judías que se reunieran en sus templos, que llevaran consigo algunas pertenencias, alimentos secos. La promesa era la de trasladarlos a Hungría, la de alejarlos de la guerra. Una semana después Shimi, su abuelo, sus padres y su hermana junto a otras personas del pueblo fueron subidos a carros y viajaron 20 kilómetros, hasta llegar a un gueto, una especie de barraca en la que durmieron apretados y estuvieron aislados de todo durante varias semanas. Allí, los húngaros se llevaron a su padre para interrogarlo. Y nunca regresó.
Varias semanas después hubo un nuevo anuncio: serían trasladados una vez más. El viaje hacia Auschwitz fue en trenes. 60 o 70 personas por vagón, sin ventilación, con un balde de agua y unos pedazos de pan. Tardaron cuatro días. Cuando llegaron era de madrugada. Shimi recordaría aquel momento muchos años después: el humo de las chimeneas oscureciendo la salida del sol, el momento en el que su abuelo se cayó, aquella pregunta -“¿por qué me trajeron?”- que soltó al aire, cómo, como él era un joven fuerte y sano, lo separaron del resto de su familia. Lo recordaría porque no volvería a ver ni a su madre, ni a su abuela, ni a su abuelo nunca más.
A Shimi le cosieron el número 71950 en un rectángulo amarillo sobre el uniforme blanco y negro. Lo mantuvieron en un subcampo de Mauthausen, lo alimentaron a café, pan y caldo, lo hicieron trabajar en el reforzamiento de las paredes de piedras de un túnel que habían construido dentro de la montaña para la fabricación de aviones.
Shimi y un amigo de su pueblo, que también había aprendido sastrería, consiguieron que los austríacos que dirigían la obra les dieran hilos y agujas, y empezaron a coser por las noches. Después, comenzaron a intercambiar esos trabajos por algo más de comida, conseguían una papa, un plato más de caldo: se habían dado cuenta, hacía ya mucho tiempo, de que planeaban hacerlos trabajar hasta la muerte.
En abril de 1945, después de hacerlos caminar 30 kilómetros por la nieve hasta el campo principal de Mauthausen, las tropas alemanas los dejaron ahí y se fueron. Un mes más tarde, los soldados americanos liberaron todos los campos de la zona.
Cuando Shimi regresó a su pueblo en Rumania no quedaban rastros de su historia: su casa había sido incendiada y no había quedado ningún registro de la familia Polak.
La exposición de su hija
Cuando Mónica Packer, artista visual, nació en 1960, su padre se llamaba Silvio Packer. Supo, muchos años después, que ese no era su verdadero nombre. Era, en realidad, Shimi Polak. Había llegado a Uruguay en 1952 porque tenía algunas tías y tíos que se habían venido al Río de la Plata antes de que empezara la Segunda Guerra. Y nunca había contado su historia.
“Yo crecí sabiendo que mi padre era un sobreviviente, pero no sabía lo que era eso, lo que implicaba”, cuenta Mónica que, cuando creció, empezó a hacerse preguntas: ¿quién era ese hombre antes de ser su padre? ¿qué le habían hecho? ¿por qué se cambió de nombre? ¿por qué quería tanto la vida? ¿por qué era siempre el primero en salir a bailar?
Habló con Silvio. Se juntó con Soledad Hernández, licenciada en Comunicación, artista y su amiga desde hacía más de 25 años. Investigaron, leyeron, estudiaron. Mónica viajó a Auschwitz, estuvo en el lugar en el que su familia fue asesinada, y, en 2020, empezó a pensar en cómo contar esa historia, en qué hacer con toda esa información.
Hoy se inaugura la muestra Vidas, en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV), una exposición de Mónica Packer con curaduría de Soledad Hernández, que recorre la vida de Silvio. A través de obras, textos, y recuerdos, Mónica construyó un relato cronológico sobre la historia de su padre, que es un poco la suya, que es la de tantos otros. “Es una forma de homenajearlo. Creo que estaría feliz de ver la exposición. Mi padre murió en 2017. Pensamos mucho en cómo contar su historia y, cuando llegamos a hacerlo de forma cronológica, nos dimos cuenta de que no había pasado ni presente. Las últimas palabras de mi padre fueron: ‘¿Por qué se los llevaron?’”.