Si le hubiesen contado, si alguien hubiese tenido la fórmula para adelantarse en el tiempo y decirle todo lo que iba a venir después de que aquel hombre enorme se parara frente a ella, Claudia Garrido hubiese dicho que sería imposible, que todo resultaría muy difícil, que sería una locura. Nadie sabía y ella tampoco. ¿Quién puede anticiparse al amor?
Fue un día cualquiera de un mes cualquiera. Claudia, entonces 44 años, salió de trabajar, pasó por su casa, se sacó la ropa del trabajo, se puso el pantalón jogging y una remera pintada por su hija, se ató el pelo como pudo y se fue a la clase de salsa. Ese era su lugar: un espacio en el que la cabeza se alejaba del ruido, en el que los problemas y las preocupaciones quedaban a un lado.
El mecanismo de la clase era, más o menos, así: como había más mujeres que hombres, los hombres iban rotando de pareja. Cada vez que el profesor hacía palmas, las parejas se cambiaban. En eso estaba Claudia, bailando, cuando, después de las palmas, apareció frente a ella un hombre altísimo, vestido de pantalón formal y remera impecable, que, en un español torpe dijo: “Hola. Soy Allan”. Era marzo de 2008. Después: que ella era Claudia, que él era de Croacia, que estaba en Uruguay trabajando. Cambiaron de pareja.
En la clase siguiente, Allan Marin, entonces 51 años, se paró frente a Claudia. Sonaron las palmas del profesor. Todos rotaron, pero Allan no.
—¿Claudia, verdad?
—Sí, sí.
—¿Conocés algo de Croacia?
—No, muy poco.
Charlaron, se divirtieron. A la siguiente, Allan le llevó un disco de música croata para que escuchara, para que conociera, y la invitó a tomar un café cuando terminara la clase. Era tarde, pero Claudia aceptó.
Y entonces, Allan le contó: que era el capitán de un barco de carga, que se había roto hacía unos días en el medio del Río de la Plata, que habían pedido presupuesto en Uruguay y en Argentina y que se habían decidido por Uruguay, que el barco estaba en reparación, que ya estaba aburrido de hacer siempre las mismas cosas en Montevideo, que un día, un oficial del barco, de Rumania, le había traído un folleto que promocionaba unas clases de salsa y que él había ido por curiosidad, para hacer algo diferente.
Conversaron durante cuatro horas seguidas. A la siguiente clase, lo mismo: un café. Y otro y otro y otro. Después, una cena, un fin de semana en Colonia, la complicidad, la piel, el goce. No hacía falta decir nada. Parecía que se conocieran desde siempre. Como si no existiese el tiempo, como si no existiese la distancia.
“Yo estaba embobada. Pero, después de esos días en Colonia, empecé a poner el freno”, dice Claudia. “Me dio un poco de miedo. Pensé : ¿qué estoy haciendo metida acá? Porque él en un momento se iba a ir y yo me iba a quedar. Y no es que se fuera a la vuelta de la esquina, se iba para Croacia”.
Todo pasó muy rápido. Porque, en abril, un mes después del primer encuentro, el barco había sido reparado y tenía que seguir viaje. Fue ahí, una noche después de cenar, cuando Allan, mientras caminaban hacia la casa de Claudia, se lo dijo: “Quiero que vengas conmigo”.
¿Quién puede anticiparse al amor?
La idea, para Claudia, era una locura: pedir una licencia que no tenía en la Intendencia de Montevideo, dejar la consultora que manejaba con un amigo y socio, y las clases que daba en la universidad, subirse a un barco de carga que navegaba por el mundo transportando líquidos para una empresa noruega y del que apenas conocía unos datos, poner la vida en pausa y acompañar a un croata de 51 años y modos amables que, un mes antes, sin avisar, se había parado frente a ella.
Esa noche, después de la propuesta de Allan, Claudia llegó a su casa y vio la luz del cuarto de su hija Ivana, entonces de 18 años, prendida. Le contó lo que estaba pasando y todo lo que estaba en su cabeza: el miedo, la incertidumbre y la inseguridad, pero, también, la certeza absoluta de que hacía mucho tiempo que no tenía con nadie lo que tenía con ese croata que estaba dispuesto a todo.
Su hija no lo dudó: “Andate, mamá. Las cosas se solucionan, hablás en tu trabajo, no pasa nada. Si las cosas se tienen que dar se van a dar”.
El barco partía del Puerto de Montevideo el 21 de abril. Claudia tenía tres o cuatro días para decidir y para dejar todo acomodado para el regreso. Y eso hizo, después de hablar con una amiga que le dijo que se arriesgara: se arriesgó, consiguió unos días de licencia en sus trabajos, le contó a sus amigos y a su familia y Allan la ayudó con los permisos y documentos para poder viajar.
El 20 de abril, cuando la tarde caía sobre el río y el viento movía todo lo que estaba a su alcance, Claudia subió por una rampa a un barco de carga en una zona del puerto en la que nunca había estado. Era un mundo nuevo y desconocido. Desde ese día, nada en su vida volvió a ser como era.
Viajes de un país a otro, horas y horas y horas navegando por el océano, los libros, los juegos de cartas, las tormentas, las playas, los días en la cocina preparando y enseñando recetas, los países que nunca imaginó conocer, la vez que el reloj se le quedó sin pilas y el barco casi la deja en Singapur, los días en China y en Malasia, los viajes a Croacia, las horas en la ruta para conocer todos los países que pudieran, el casamiento en 2016, la distancia, la familia y los amigos compartidos, la vida un poco allá y otro poco acá, el tiempo que nunca volvió a pasar de la misma manera.
Cada tanto, Claudia anota: la cantidad de aviones, la cantidad de viajes, la cantidad de países, la cantidad de historias. Recuerda, se sienta y escribe. Porque a veces no lo cree. Porque a veces es lo único que queda por hacer. Si le hubiesen contado, si alguien hubiese tenido la fórmula para adelantarse en el tiempo y decirle todo lo que iba a venir después de que aquel hombre enorme se parara frente a ella, Claudia hubiese dicho que sería imposible, que todo resultaría muy difícil, que sería una locura. Nadie sabía y ella tampoco. ¿Quién puede anticiparse al amor?
Una casualidad, un beso, una palabra, una certeza, una mirada, un comienzo, algo que, de pronto, tiene el poder de cambiarlo todo. Cuando eso sucede el mundo cambia su colores, los corazones se aceleran, la vida tiene otro sentido. Hay quienes dicen que eso, así, es el amor. 130 pulsaciones es un ciclo para contar esas historias en las que el amor tiene la potencia de cambiarlo todo.
Si tenés una que quieras contar, escribí a sgago@elpais.com.uy