Un barrio, una esquina y un casamiento en la calle organizado por sus vecinos: la historia de Mariana y Gerardo

Se conocieron en Capurro. 16 años después volvieron a encontrarse y el barrio sigue siendo parte de su vida.

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Gerardo y Mariana por Paz Sartori

La calle Dragones, en el barrio Capurro, de Montevideo, se extiende por dos cuadras. Es una calle angosta y silenciosa, con casas bajas y pocos árboles. En la esquina de Dragones y Alberto Flangini, el asfalto cambia por adoquines. Ahí, en esa esquina de adoquines grises y gastados, hay fachadas de colores, un árbol que hoy, una mañana en medio del otoño, perdió completamente las hojas, y otro amarillo. Esa es la esquina de Gerardo y Mariana. Viven ahí desde 2008.

Pero esta historia no empieza en Dragones y Flangini. Empieza a dos cuadras de allí, en Solís Grande.

Gerardo Silvera, 60 años, entrenador de básquetbol, nació en La Unión, pero se mudó a Capurro con su familia cuando cumplió nueve. Ese era el lugar al que había ido desde niño, porque allí estaban todos: su abuela, sus tías, sus tíos. Ahí, en ese barrio que pasó de ser un área en la que los esclavos hacían cuarentena cuando llegaban en barcos a Montevideo a ser el lugar de residencia del navegante y empresario italiano Juan Bautista Capurro, Gerardo tiene todos sus recuerdos. Ahí están sus afectos, ahí jugó el primer partido de fútbol, ahí empezó a trabajar como entrenador de básquetbol, ahí creó una comisión vecinal, ahí formó parte de la comisión de fomento de la escuela, ahí cuidó a su madre, ahí es donde quiere estar.

Mariana Castelnoble tiene 51 años, es docente de física en Secundaria y nació en Melo, Cerro Largo. Se mudó a Montevideo para estudiar, primero en la facultad de ingeniería -que abandonó- después física en el IPA y después como ingeniera agrónoma, dos carreras que terminó. En esos años de estudiante la ciudad no le gustaba. Vivió siempre en zonas concurridas y transitadas y, para ella, Montevideo era eso: un montón de ruido que no se parecía en nada a lo que ella conocía, a la tranquilidad a la que estaba acostumbrada.

Su familia se mudó para la capital, compraron un apartamento sobre la calle General Flores, pero todo -los autos, el ruido, el caos- seguía igual. Sin embargo, un día decidió alquilar su propio apartamento. No se acuerda cómo, pero, con la ayuda de sus padres, llegaron a la esquina de Uruguayana y Capurro y, en un supermercado, encontraron un cartel que decía: “Traspaso de apartamento en la calle Solís Grande”.

La nueva casa de Mariana era al lado de la cancha del Club Capurro y frente a la casa de Gerardo, un hombre bueno y de carácter tranquilo que, hasta entonces, no conocía. Se sumó al grupo del barrio, empezó a sumarse a las juntadas en la vereda y a las salidas. De a poco, Mariana conoció otra ciudad. Supo que Montevideo también podía tener algo cercano, a algo más de calma.

Entre Gerardo y Mariana había algo. Ramón y el Rolo, vecinos del grupo que compartían, siempre decían lo mismo: que Mariana lo buscaba mucho a Gerardo y que él disfrutaba de su compañía. Pero, para ellos, no era tan evidente.

A los 26 años Mariana se casó y se fue del barrio. Tuvo dos hijos, Victoria y Felipe. Se divorció. Volvió a casarse y tuvo a Valentina. Vivió en distintas zonas de Montevideo y Canelones. Vivía en Goes y se había divorciado cuando, en diciembre de 2016, le llegó un mensaje por Facebook: “Vecina, ¿cómo le va? Nos volvemos a encontrar”. Era Gerardo, que seguía viviendo en Capurro y la había buscado para saber qué era de su vida. La última vez que habían tenido contacto había sido en el año 2000.

Hablaron, se pusieron al día y, varios meses después, en 2017, Gerardo fue a visitarla. Así estuvieron durante un año, hasta que decidieron mudarse juntos. Alquilaron una casa en Capurro, en la calle Dragones esquina Flangini.

Un día, mientras miraba cómo Cecilia, la vecina de enfrente, sacaba una silla a la vereda para que su perra Frida paseara, algo que hacía siempre, sin importar el frío, el calor o la lluvia, Mariana pensó en las noches de verano en Melo, en la que todas las personas de la cuadra sacaban las sillas a la vereda, pasaban bandejas con comida casera, se sentía como si fuera una extensión del hogar. Y entonces le propuso a Gerardo organizar una fiesta de fin de año en la calle, con todas las personas del barrio que quisieran sumarse. Era fines de 2019.

Se encontraron ahí mismo, en la esquina de Dragones y Flangini. Se presentaron diciendo el número de puerta, se conocieron los que no se conocían, sortearon productos que habían conseguido con comercios de la zona. Y decidieron que iban a hacer eso siempre. Así nació la Comunidad en Dragones y Flangini. Han celebrado la Noche de San Juan y la Noche de la Nostalgia, armado un cine al aire libre, tablados, carnavales, guerras de agua. Y un casamiento.

En 2023 Mariana y Gerardo decidieron casarse. Le contaron a sus familias, a sus amigos y a sus vecinos. Eligieron a los testigos -Shirley, Cocoho, Lilián y Rosario- fueron al registro civil y lo hicieron.

Después fueron a cenar a la casa de Shirley. Y eso iba a ser todo. Pero entonces en el barrio se empezó a correr la voz: la comunidad quería celebrarlos.

Entre los vecinos decidieron armar un “falso casamiento”. Y, el miércoles 22 de marzo de 2023, pusieron un gazebo en Dragones y Flangini, sobre los adoquines, armaron un pequeño altar con una copa como cáliz que pidieron prestada a la cantinera del Club Capurro, Miguel, el dentista del barrio, se disfrazó de cura con una sotana que le consiguió César, que estudia teatro. Habían hecho un saco para Gerardo con el escudo del club, una corona de flores para Mariana, habían invitado a sus amigos, habían escrito una celebración.

Cocinaron, compraron la bebida, hicieron la tarjeta y una libreta para que los invitados escribieran un mensaje: se encargaron de todo. Cada uno fue con una silla y con lo que le tocara llevar. Incluso, los vecinos que no se habían enterado y pasaron por allí también se quedaron. Estuvieron sus familiares, sus amigos de toda la vida y estuvo Margarita, una vecina que llegó para el momento de cortar la torta con una bandeja llena de empanadas calentitas. Comieron, se rieron, bailaron hasta que empezó a llover. En total hubo 200 personas.

Un año después de aquella noche, sentados en el living de su casa, Mariana y Gerardo cuentan su historia. Hablan de la calle Solís Grande, del tiempo sin verse, del barrio en el que eligen estar, de la comunidad de personas que armaron sin querer. Dicen algo así: “Todo esto, todo lo que pasó y pasa con la comunidad, tiene que ver con nosotros. Los dos juntos logramos algo que no habíamos conseguido estando separados. Nosotros somos parte de Dragones y Flangini, pero Dragones y Flangini es parte de nuestra historia”.

130 pulsaciones

Una casualidad, un beso, una palabra, una certeza, un comienzo, algo que, de pronto, tiene el poder de cambiarlo todo. Cuando eso sucede el mundo cambia sus colores, los corazones se aceleran, la vida tiene otro sentido. Hay quienes dicen que eso, así, es el amor. 130 pulsaciones es un ciclo para contar esas historias en las que el amor, en cualquiera de sus formas, tiene la potencia de cambiarlo todo.
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