Por Soledad Gago
Una de mis amigas me enseñó a caminar por Montevideo mirando hacia arriba. Me dijo que cuando se camina con la mirada levantada la ciudad cambia su forma: se develan colores y fachadas y cielos que no se ven de ninguna otra manera. Fue ella, también, la que me dijo que había distintas formas de habitar un lugar y que se podía ir a trabajar y volver a casa como si todos los días fuesen iguales o que se podía, una tarde cualquiera de un día cualquiera, tomar otro camino, cambiar de rumbo, darle un cimbronazo a la rutina. Entonces, una tarde cualquiera de un viernes cualquiera, caminando por el Centro de Montevideo, desvío el camino y pienso en que debería hacer esto más seguido: mirar hacia otras partes, cambiar de rumbo.
Al mirador de la Intendencia se accede por la calle Soriano y por los ascensores que se ven desde afuera del edificio construido en 1941. Los ascensores son dos y, para llegar, hay que pasar las oficinas. Entonces un cartel amarillo lo anuncia: “Mirador. Ascensores panorámicos. Piso 22”. Después, la información: “El mirador panorámico está ubicado a casi 80 metros de altura, ofreciendo una vista 360° de Montevideo. Funcionó por primera vez en 1979; su restaurante y cafetería fueron espacios de diferentes acontecimientos sociales”. Y después, un mensaje: “Disfrutá de una de las vistas más completas y emblemáticas de la capital”.
La puerta del ascensor se abre lenta. La única opción es el botón que dice piso 22. Empieza a subir lento. Y, con él, de a poco, la mirada empieza a ampliarse. De pronto los árboles no son tan altos y sus copas se ven más verdes, de pronto los techos y los edificios y las cúpulas de las iglesias y los niños que juegan en la vereda y las personas que pasan, todo se empieza a ver de otra manera, más pequeño, más lejano, menos rápido. El viaje demora poco más de un minuto.
Lo primero que se observa, al bajar del ascensor, es un espacio amplio de paredes blancas donde funciona una cafetería y una tienda de souvenirs. Allí también hay un mapa interactivo con distintos atractivos de la ciudad -desde bares hasta teatros y barrios. Hoy, un viernes a finales de marzo previo a la Semana Santa o de Turismo, hay cuatro mesas ocupadas: alguien lee, un grupo mira un mapa, dos personas conversan, una mujer mira el celular mientras un niño sentado enfrente come un alfajor.
Son las cuatro de la tarde y, desde acá, a través de los vidrios que dan al exterior se ve cómo unas nubes cubren todo el paisaje, como si no hubiera nada más allá de ellas. Al salir al exterior del mirador, sin embargo, la vista es diferente: la ciudad se devela desnuda, como una mujer dispuesta a mostrar todos sus secretos.
No hay una forma de recorrer el mirador, que da toda la vuelta al edificio. Se puede empezar por lo que sería el comienzo, que es la parte que está sobre la avenida 18 de Julio, la primera que se ve al salir. Desde allí, la ciudad se extiende como si no tuviese fin, los edificios se mezclan con los árboles y los balcones se ven más cerca. Desde allí, las tres banderas nacionales que flamean con el viento del comienzo del otoño parece como si bailaran y las personas podrían ser parte de la misma coreografía.
O se puede elegir, como yo, empezar por el río: caminar hacia atrás, sentarse en uno de los bancos de madera y ver cómo, desde acá, el Río de la Plata parece de dos colores. En las zonas en las que lo alcanza el sol parece otro río, más claro, menos nuestro. A la sombra, sin embargo, recupera sus tonos, tan indecibles, tan indescifrables, tan inconfundibles. ¿Cuál es el color de este río?
De ese lado del mirador también se puede recorrer una fotogalería del Centro de Fotografía, con una selección de imágenes de la ciudad.
En un banco de madera dos chicas jóvenes se sacan una foto. Insisten una, dos, tres, cinco veces: posan con el río de fondo desde las alturas, cambian de posición, y así hasta lograr la imagen que quieren. Más allá, una mujer envuelta en un pañuelo escribe sentada al sol. Y más allá, un hombre levanta en brazos a su hijo, que mira por los binoculares que alquilaron - salen 30 pesos y se pueden usar durante una hora- un grupo de franceses dice algo que no comprendo, tres hombres jóvenes toman mate.
Mirar Montevideo desde esta perspectiva tiene algo particular. Desde acá se ven techos blancos y grises y azoteas y tanques de agua pero, también, se ven ventanas, se ven balcones. Se puede mirar todo con una cercanía inusual: desde acá se ve, por ejemplo, una azotea de pisos rojos, con una mesa y cuatro sillas y la imagen de una virgen en una de las paredes, un tobogán de plástico y la ropa de un niño muy pequeño colgada en una cuerda, dos ventanas enormes con las persianas levantadas, un juego de living blanco, una casa en la que no hay nadie. Se ve el campanario de la parroquia Sagrado Corazón, o una cancha de césped sintético en la parte más alta de un colegio en la que ahora unos niños patean una pelota sin criterio. Lo que quiero decir es que, mientras caminar por las veredas es una experiencia pública, mirar desde ahí es una forma de espiar, de observar la vida de la ciudad de otra manera.
Mientras, adentro, la cafetería todavía sigue con sus mesas ocupadas y, sobre las cinco de la tarde, alguien arma un equipo de sonido. Es que, todos los días hasta el miércoles 12 de abril, en el mirador hay espectáculos gratuitos. Entonces, una chica se sienta detrás de un teclado, acomoda el micrófono y, sin decir nada, canta: “Furioso pétalo de sal, la misma calle, el mismo bar, nada te importa en la ciudad si nadie espera”. A sus espaldas el cielo se cubre completamente de nubes. La tarde cae, fresca. Desde acá la ciudad cambia sus colores, sus formas, sus bordes.
Hay distintas maneras de habitar un lugar, me dijeron. Y eso hice: una tarde cualquiera de un viernes cualquiera, desvié el camino y miré a Montevideo como no la había visto nunca.