EL PERSONAJE
Con su marquería desde hace 21 años, su nueva galería y la presencia en ferias internacionales es una de las empresarias del circuito artístico con mayor proyección.
Todo empezó en un almacén de pueblo chico donde dominaba el color verde. Detrás del mostrador, una Diana Saravia entonces niña veía la vida de campo pasar delante de sus ojos. Los días más ajetreados su abuela Beba corría de acá para allá armando surtidos para los camiones que salían a las esquilas. Diana, una pequeña de no más de 12 años, corría detrás de su abuela ayudando en todo lo que podía. Por los mediodías y las tardecitas la vida social del pueblo era también allí, entre las paredes altas con estanterías que ofrecían desde artículos de ferretería a comida y golosinas. Entonces carpintero, carnicero y vecino que anduviese por la vuelta dejaban los caballos amarrados en el palenque y se acodaban en el mostrador de doña Beba para tomar una copa y charlar.
Aunque muchas veces no figura en los mapas, Cerro de las Cuentas todavía sigue ahí, al costado de la ruta 7, a unos 350 kilómetros de Montevideo y con su siempre promedio de 200 habitantes. Sigue el almacén, todavía verde, y sigue Beba con 98 años. Sigue la escuela rural y la misma iglesia erguida que, cuando Diana era niña, a veces servía para oficios religiosos, otras tantas para velorios, cumpleaños, casamientos y toda celebración que pudiese ocurrir en el pueblo, y donde los niños agotados de tanto juego dormían arriba de los bancos. En aquel entorno, en ese Cerro de las Cuentas de casas bajas, chilcas altas y un verde intenso por la luz solar directa, Diana crecía y soñaba.
—¿Qué contacto tenías con el arte entonces?
—En el pueblo no teníamos herramientas para que los niños nos desarrolláramos en el arte. Ibas a la misa para niños, a catequesis, en la escuela había un montón de actividades desde la huerta, o bordar y dibujar. Las carpetas de fin de año de todas las clases las hacíamos entre cuatro o cinco niños. Y a mí siempre me gustó eso. Siempre quise tocar el piano, pero no había nadie allí que supiera. Había, creo recordar, un acordeonista.
Diana viaja en el tiempo para intentar responder de dónde viene la vocación, esa que la convirtió en una galerista de renombre en la ciudad de Montevideo, esa que le dio un ojo clínico para apreciar una obra de arte, entender su valor y posicionarla en un sistema tan complejo al que pertenece hace ya unos cuantos años. Dice Diana que para ser galerista hay que tener un poco de vendedor, de marchante, pero también de sensibilidad. “Yo soy muy soñadora. Entonces siempre creí en un mundo maravilloso, para mí todo era megaespectacular, y en cada cosita, en una flor, yo veía algo inmenso”.
Con la idea de que el mundo más allá del pueblo era una maravilla por descubrir, Diana siempre quiso moverse: primero viajaba a Fraile Muerto para hacer el liceo, se mudó a Melo para el bachillerato, y terminó en Montevideo por el arte. Lo que tiene de soñadora, también lo ha tenido de escurridiza, por lo que cada curso artístico al que se anotaba, abandonaba. Empezó Bellas Artes y dejó, lo mismo con la Escuela Figari y talleres distintos. Lo suyo no iba por ahí.
“A mí quizá me faltó formarme mucho más, pero más que estudiar, siempre me gustó la práctica, generar cosas. Aunque no hice una obra propia, siento que con la obra de los demás puedo crear cosas, puedo hacer que se vean mejores. Puedo ver a un artista que está en su casa, que no muestra, y sacarlo para ponerlo en un lugar que resulta maravilloso”.
Crecer en la esfera artística
Su primer trabajo fue en un supermercado. Pasó del almacén verde a reponer góndolas de golosina. Dice que todavía hoy siente el olor de los caramelos y escucha en su cabeza las canciones de Alejandro Lerner que pasaban todo el tiempo. No era un empleo mágico, pero era lo justo y necesario para independizarse, para pagar su cama, su comida, su libertad: “Aunque nunca dejé de recibir las encomiendas de casa. Hoy son mis hijos, montevideanos, los que esperan con ganas las milanesas de Cerro de las Cuentas”. Por ese entonces, Diana se detenía siempre en frente a la vidriera de una galería en Ciudad Vieja. Le parecía gigante y siempre se encontraba con la obra de un mismo artista, uno que ahora es parte de su propia galería.
—Vendés obra de artistas ya fallecidos, pero también mostrás lo que hacen nombres contemporáneos tanto emergentes como con carrera más labrada. ¿Qué busca un artista en un galerista?
—Si realmente no tenés el vínculo con los artistas, el conocerlos de mucho tiempo, saber lo que hacen, hasta dónde quieren llegar, no podés hacerlo, tener esa afinidad es muy importante. No puede ser algo frío. Yo creo que los artistas, más allá del nombre que puedas tener, buscan que vos te la juegues, que te arriesgues por ellos. La muestra de arte erótico, por ejemplo, surgió de una conversación con dos de mis artistas, y en un principio era para los de la galería nada más, pero el boca boca hizo que otros se enteraran y quisieran participar. En una semana había 40 y pico que querían exponer.
Erotic Art fue una exposición colectiva inédita que Diana Saravia organizó en 2019 en su galería de la calle Rincón. Cuerpos desnudos, gestos cargados de sensualidad, abrazos sutiles y otros no tanto; fotografías, formas esculpidas o en lienzos coloridos, firmas que iban desde Lacy Duarte y José Gurvich a Jacqueline Lacasa, Gustavo Tabares o Guadalupe Ayala.
“Había una necesidad de los artistas por mostrar esas obras. La mayoría de los que estaban exponiendo ahí tal vez nunca nadie se imaginó que tenían obra de arte erótico, y ellos tampoco visualizaban que iba a haber un momento para hacerlo. Y en cuanto a público, es una de las mejores muestras que hemos realizado. El ida y vuelta fue muy bueno, se vendieron obras. Hay un mercado importante, y una necesidad”, comenta.
Su próximo proyecto es crear un museo de arte erótico en el bajo de Ciudad Vieja, donde estaban antes los cabarets. “Podría abrir una galería de arte erótico, pero en realidad me parece que no tiene sentido. Quiero albergar el trabajo del artista, que el que tiene esa obra sea realmente importante y esté bajo el marco de un museo”.
Su primer trabajo vinculado al arte fue en la cuadrería de una familia italiana que quedaba por la calle Soriano. Por allí pasó un enero y vio un cartelito pegado en la ventana que buscaba vendedora. Entró, la atendió un señor mayor, hicieron trato, empezó limpiando las veredas y estuvo 10 años con esa familia. Hasta que abrió La Marquería, que hoy tiene 21 años. La independencia de nuevo, un préstamo, un local chiquito y ella sola armando y pintando marcos detrás de una ventana.
La Marquería fue otra escuela para Diana: paredes altas y perfectas para colgar obra, el boca a boca y un grupo de creadores que la conocieron y no la soltaron más. “Ahí aprendí sobre arte nacional. Uno de los primeros artistas que me visitó fue Carlos Presto, geométrico que al día de hoy es un genio. Él les comentó a Fernando Oliveri, a Diego Villalba y se empezó a mover en un grupo, y así empecé a trabajar con la obra de ellos”. Aunque con La Marquería ya organizaba exposiciones, su galería en Ciudad Vieja le permite mostrar de otra manera, con paredes blancas a completa disposición de lo que quiera contar un curador.
Polémico desnudo
Con las obras de su galería, portando incluso cuadros de gran formato, Diana Saravia se ha ido a probar suerte a Miami o a Lima, a las ferias internacionales donde además de vender, permite a sus artistas tender puentes con galerías del exterior. “Lo que tiene ese mundo que no tenemos acá es gente, más allá de los artistas, con interés en invertir en arte”, dice.
Uno de los hechos que hizo el nombre de la galerista sonar en la prensa local y extranjera fue la polémica con la obra Génesis Uruguay. Se trata de aquella pintura de gran porte donde José Mujica y Lucía Topolansky aparecían pintados emulando a Adán y Eva. El cuadro, pintado por Julio de Sosa, generó tal polémica y enojo del expresidente que hubo que retirarlo de las paredes de la galería. Para Diana en un principio todo eso la golpeó fuerte: “En el momento te hace sentir que estás haciendo algo que no es correcto, y te agarran tan desprevenido que te hacen sentir mal. Pero después que pasa, toda la repercusión gigantesca incluso a nivel internacional nos ayudó. Porque es de las obras más importantes y reconocidas”, explica. A Génesis Uruguay la guarda, pero toda la obra que hace Julio de Sosa se vende.
Ahora anhela el momento de volver a su Ciudad Vieja o su marquería en Carlos Quijano. Quiere mostrar a Lacy Duarte y Candela Bado en una exposición que montó para marzo pero que deberá esperar al fin del coronavirus. Mientras, extrañando su propio mostrador y acobijada por el color en los cuadros de Antonio Donabella que cuelgan en su casa, Diana narra con nostalgia y voz temblorosa sobre el almacén verde, la vida de Cerro de las Cuentas, los faroles que colgaba su padre por el pueblo, y sobre su madre y su abuela, la vendedora doña Beba, la gran maestra de su vida.
Sus cosas
Diana Saravia admira a muchos artistas, pero Yayoi Kusama es una de las que más le gusta. Kasuma es una prolifera creadora japonesa de 91 años que llegó a exponer con colegas como Andy Warhol, Claes Oldenburg y George Segal, y que se hizo famosa por pintar los cuerpos de personas con lunares.
Nunca fue a París. Cuando viaja lo hace siempre a las ciudades que le convienen por la galería, por las ferias, por trabajo. Sin embargo, ha leído y escuchado tantos y tantos cuentos sobre la capital francesa que siente que el día que la visite sabrá en qué rincón exacto está cada obra que quiere ver.
“A Mario Benedetti lo amo”, dice Diana Saravia. La inspira, la consuela, la llena leer al escritor uruguayo fallecido en 2009. Por estos días de cuarentena tuvo que cerrar tanto la galería como la marquería, pero antes de irse dejó en las ventanas varios versos del poeta. “Son para el que tiene que salir a trabajar sí o sí”.