FUERA DE SERIE
De piloto de Alfa Romeo a constructor de coches con su apellido, fue llamado desde "tirano" a "mago"
El sueño imposible del aficionado al automovilismo es correr en Fórmula 1, aunque hay un anhelo apenas un poco más a la mano: manejar un modelo deportivo de Ferrari. Los dos deseos están unidos en un apellido, el de la mayor leyenda sobre ruedas.
Enzo Ferrari fue piloto durante breve tiempo y luego se dedicó a construir autos. Creó una escudería que se convirtió en pasión: es la única de la F1 que tiene sus hinchas, como un equipo de fútbol. Sus autos son sinónimo de lujo y prestaciones fuera de las pistas; en las competencias suman triunfos, controversias y algunas tragedias.
Detrás de todo hubo un hombre que pocos conocieron realmente, prócer para algunos, tirano para otros, que vivió décadas casi recluido en su pequeño mundo.
El invierno de 1898 fue duro en la región italiana de Emilia-Romaña. El 18 de febrero, en Módena, Alfredo Ferrari tuvo su primer hijo, al que bautizó Enzo Anselmo, pero una furiosa tormenta de nieve lo obligó a esperar dos días para anotarlo. Junto a su hermano mayor Dino, Enzo pareció destinado a continuar el negocio familiar, una fábrica de estructuras de hierro, y por eso estaba planificado que estudiarían ingeniería. Un día, don Alfredo llevó a sus hijos a ver una carrera de autos. Enzo, con diez años, quedó fascinado: su único deseo desde entonces fue ser piloto.
El joven Ferrari estaba iniciando los estudios cuando estalló la Primera Guerra Mundial, una catástrofe para la familia. Dino murió de fiebre tifoidea en el frente, el padre falleció poco después de una pulmonía fulminante y la fábrica familiar quebró.
Enzo se quedó sin nada. En sus memorias aseguró que durmió varias noches en un banco de plaza. También tuvo que ir a la guerra y al final del conflicto se radicó en Turín buscando trabajo. Su sueño era ingresar a Fiat, pero fue rechazado.
Eran tiempos de expansión del automóvil y muchos entusiastas armaban su propia marca en un garaje. Él ingresó a la CMN, donde se ganaba la vida como piloto de pruebas, hasta que pudo por fin competir. Debutó en 1919 en la prueba Parma-Pioggio de Berceto. Un año más tarde entró a Alfa Romeo, como piloto oficial primero y después como gerente del sector de carreras. La gran figura de la marca era Tazio Nuvolari, “el hombre que ama el peligro”. La relación entre Nuvolari y Ferrari sin embargo echaba chispas, como ocurriría después con varios de los pilotos de Fórmula 1.
En 1923 Enzo logró su primer triunfo. Los padres de Francesco Baracca, un héroe de la aviación italiana muerto en la guerra, le ofrecieron entonces usar su escudo de armas: un caballo rojo encabritado sobre una nube blanca. Cuando en 1929 Ferrari pudo armar su propia escudería, todavía subsidiaria de Alfa Romeo, adaptó el símbolo del cavallino rampante para sus coches, aunque pintándolo de negro y con el fondo amarillo de la ciudad de Módena.
Pese a su entusiasmo, le terminó quedando claro que no era un gran piloto, lo cual lo decidió a retirarse en 1932 y concentrarse en la dirección del equipo.
Cuando en 1940 Alfa Romeo pretendió absorber la Scuderia Ferrari, Enzo se marchó. Fundó la firma Auto Avio Costruzione, supuestamente para producir piezas de aeronáutica debido que todavía mantenía contrato con Alfa Romeo, pero en realidad ya estaba fabricando su propio coche, el Tipo 185. Claro que eran de nuevo tiempos bélicos y las dos unidades que armó corrieron muy poco. En 1943 la planta se trasladó a Maranello, un pueblito al sur de Módena.
Tras el fin de la guerra, la actividad automovilística renació con fuerzas en Italia. Para 1947, Maranello alumbró la Ferrari 125, el primer bólido de carreras que llevaría su apellido. Se estrenó el 11 de mayo de ese año en Piacenza. Dos semanas más tarde lograba su primera victoria, en las Termas de Caracalla.
Para financiar la Scudería, Ferrari construía y vendía modelos deportivos. Los triunfos de sus autos de carrera, más la calidad que ya mostraban sus creaciones, le garantizaron clientela. Sin embargo, sus biógrafos aseguran que sentía fastidio por sus compradores: simplemente eran un medio para lograr el fin que era seguir corriendo.
Con la fama de los coches creció la figura de su creador. Sus triunfos, sobre todo en la Fórmula 1, eran fiestas nacionales en Italia, donde se lo empezó a llamar L’Ingeniere, Il Commendatore, Il Drake. Para el resto del mundo, “el mago de Maranello”.
En la década de 1960, el costo creciente de las carreras se volvió demasiado alto para los ingresos derivados de la venta de sus deportivos. Conversaciones con Ford quedaron en la nada. Por fin le vendió la mitad de su empresa a la Fiat, que al menos era italiana. Hoy, la casa de Turín tiene el 90% del paquete.
Su vida particular también dio que hablar a Italia. Casado con Laura desde 1923, tenían un hijo, Dino, fallecido muy joven por distrofia muscular. Además había una amante, Lina Lardi, que le dio otro hijo, Piero. Laura lo sabía, el matrimonio no se rompió pero hasta la muerte de ella en 1978 Ferrari no le pudo dar su apellido. (Piero Lardi Ferrari es ahora propietario de 5% de la empresa).
El mayor golpe fue la muerte de Dino. Desde ese día Ferrari dejó de asistir a las carreras. Las seguía desde una oficina con varios televisores y teléfonos que le permitían saber todo lo que ocurría. Ya viajaba poco, porque no le gustaban los aviones ni los ferrocarriles (incluso sentía cierto temor por los ascensores) y desde entonces prácticamente se recluyó en Módena y Maranello. Su vida consistía en ir a su oficina o a la fábrica. Almorzaba y cenaba en un pequeño restaurante enfrente. Y a veces concurría a la pista de pruebas de la marca, Fiorano. Una figura reservada, casi siempre de lentes oscuros.
De él se dijeron muchas cosas: que quería más a sus autos que a sus pilotos, que nunca lloró la muerte de ninguno, que se peleó con Juan Manuel Fangio porque el argentino afirmaba que era más importante el hombre que la máquina, que no podía comprender cómo Niki Lauda, luego de sobrevivir milagrosamente a un accidente y volver a correr, decidió abandonar el GP de Japón 1976 porque se estaba corriendo bajo un diluvio.
Todo forma parte de su mito, porque pocos lo conocieron de cerca. La prensa italiana estaba lleno de firmas que “interpretaban” el pensamiento del Commendatore, pero este pocas veces concedía entrevistas. Charlaba con los periodistas que se acercaban a Maranello, aunque los llamaba “bastardos”, un poco en chiste, otro poco en serio. Claro que también se afirmaba que quería al canadiense Gilles Villeneuve como a un hijo y que sintió profundamente su accidente fatal. Y que en realidad era un duro que con los años se fue dulcificando.
En 1988 el papa Juan Pablo II quiso verlo. Tuvo que ir a Maranello, claro. Pero el viejo ingeniero ya estaba muy mal de salud. Falleció en agosto de ese año, a los 90 años.