AHÍ ESTUVE
Las actrices argentinas dieron cátedra de teatro con "Dos locas de remate", que cerró el domingo una seguidilla de funciones con entradas agotadas.
Pienso en todo lo que me dijo Soledad Silveyra. Pienso en esa imagen de un público que se pone sus mejores “pilchitas” para ir al teatro, y lo confirmo entre tapados de piel sintética, pañuelos con brillo, un aire a coquetería y perfume dulzón que impregna el hall del Teatro Metro. Pienso en sus reparos con el grotesco cada vez que un insulto vibra y repica en su boca y la de Verónica Llinás, y arranca las carcajadas más contagiosas. Pienso en el momento en que me aseguró que la gente deliraba de risa cuando iba a ver Dos locas de remate y entiendo que sí, que tenía razón.
¿Qué provoca más gracia en todas esas personas que llenan la quinta y última función de la comedia argentina? ¿Son los ataques sin filtro? ¿Es el teatro físico que despliega Llinás a fuerza de un personaje cargado de tocs? ¿Es la identificación que genera la forma extrema en la que se trata el tópico familiar? ¿Es el humor de borde incómodo, incorrecto? ¿El talento?
Pienso en todo lo que me dijo Soledad Silveyra en entrevista mientras la veo saltar hacia atrás y caer desplomada sobre un sillón blanco, las pantorrillas descubiertas y los pies vestidos de medias rosadas y sin poder llegar al suelo. Su despliegue corporal no es menor, pero no se compara con la exigencia de la Julita de Llinás: hay saltos aeróbicos, manos en una sucesión de movimientos espasmódicos, corridas y una apertura de piernas con agilidad de gimnasta. La risa es el principal soundtrack en una noche de humedad invernal.
En Dos locas de remate, escrita por Ramón Paso y dirigida por Manuel González Gil, Llinás y Silveyra interpretan a dos hermanas que llevan 20 años sin verse. Se reencuentran cuando Catalina, que es Silveyra, se aparece en la puerta de Julita para pedirle alojo. Le ejecutaron una hipoteca y quedó en la calle con apenas una valija, una planta y alguna pertenencia que causará estragos en la pulcritud del living donde todo pasa.
Julia, que es Llinás, vive sola en un mundo de cuadrantes perfectamente ordenados. Es una violinista exitosa que acaba de saber que su asistente-mucama-cocinera-secretaria alemana está internada y tiene para un par de meses de recuperación. En ese momento bisagra se le aparece Catalina, que es diminuta, que es mayor, que tiene los sentimientos a flor de piel, que se ríe demasiado, que tiene un montón de noticias que revelarle, que la toca a ella que es intocable, molesta. Catalina, esa mujer que le trae el recuerdo de una vida que quedó intencionalmente atrás.
La obra, de una hora y media de duración, es el relato de la convivencia obligada entre ambas, y la exageración de las internas de una familia cualquiera. Es, también, una concatenación de hechos hilarantes, reforzados por el uso de la luz, la música y las pausas que habilitan la risa más larga o el aplauso más enfático. Pienso en lo que me dijo Solita: la gente delira de risa. No hay manera de evitarlo.
Dos locas de remate tiene una narración cíclica. La primera escena, con Solita intentando correr a Llinás para clavarle un tenedor en el pecho, es el adelanto de un lugar al que se volverá más adelante. Alcanza para dejarle en claro al público a qué se va a enfrentar: un duelo de antagonistas, un mano a mano entre dos actrices que son opuestas en formación, en trayectoria y hasta en altura, pero que son igual de formidables.
Este fin de semana, juntas y con un título que llegaba como éxito teatral consolidado, hicieron del Teatro Metro el epicentro de un fenómeno. Vinieron por tres funciones y terminaron con cinco de entradas agotadas, y una promesa que Silveyra soltó mientras se secaba las lágrimas: “Es tanto lo que nos dieron que vamos a volver”.
La respuesta fue una ovación cerrada, una ovación de agradecimiento al oficio de hacer comedia, una ovación como única retribución posible al alivio de hacer reír en una noche invernal, y en tiempos tan necesarios.