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William Moreira Cruz pasó de la pintura costumbrista a una más abstracta y a la elaboración de piezas hechas a partir de material de desecho. Nacieron los Bichos Locos y llegaron a España y Francia.
William Moreira Cruz (57 años) pintaba gauchos, escenas costumbristas que tenían que ver con la tradición uruguaya y no le iba mal. Llegó a estar en la vidriera de La Latina, una de las galerías más importantes de Montevideo, y hacer la tapa de un libro. Pero algo no le cerraba.
“Vivía angustiado porque el artista que estaba en mí se encontraba atrapado y no podía descubrir esos misterios que tiene el arte”, cuenta quien empezó a estudiar dibujo y pintura en su adolescencia.
En 2002, en un viaje a Nueva York, se topó con un cuadro de girasoles secos de Van Gogh y su vida hizo un clic. “Se me cayeron las medias y volví a Montevideo dispuesto a cambiar, a investigar más profundamente”, recuerda.
Cuatro años después encontró a quien considera su maestro, Guillermo Fernández, y a partir de ahí todas sus pinturas comenzaron a cambiar. “Logré descubrir cómo se hacía, por lo menos intelectualmente, para llegar a una pintura que yo llamo más profunda”, dice.
Un contacto con una galería de arte y antigüedades de Punta del Este hizo el resto. En ese lugar le empezó a tomar el gusto a la búsqueda de objetos en desuso, “esas cosas que tienen la huella del tiempo”, según detalla. Empezó a trabajar dentro de una especie de escultura o ensamblaje, hizo unas bicicletas con unas perchas de madera y la obra se vendió. “Fue más o menos en 2014 y me motivó a seguir investigando”, apunta.
Por esa época decidió cerrar el laboratorio dental que tuvo durante 30 años para dedicarse a la actividad artística sin importarle los costos económicos que implicaba esa decisión. Para ello fue fundamental el apoyo de su esposa, con la que vive desde 1983, y de sus dos hijos, una médica que hoy tiene 30 años y un estudiante de ingeniería de sistemas de 25. Además tiene un nieto de 2 años y su consuegro es el escritor Roy Berocay.
“Empecé probando otras cosas, veía qué hacían otros artistas en el mundo, como los integrantes del folk art americano, que hacen veletas, o los esclavos que realizaban muñecas de arpillera… o sea, una cosa tosca, que no fuera muy edulcorada, sino que tuviera la belleza de la tosquedad de la persona que no lo sabe hacer pero lo hace”, describe.
Para ese entonces ya tenía “unos macaquitos”, como los llama, a los que resolvió buscarles un nombre que le resultara divertido. Fue así que nacieron los Bichos Locos, una serie de muñecos u objetos hechos con materiales de desecho. No dejó de pintar, pero se pasó a un tipo de pintura más abstracta, “en cierta forma ‘picassianas’, unas figuras que nacen de desparramar colores y ver qué sucede con la geometría. De ahí salen personajes que no voy a buscar, sino que los descubro”, dice.
Bicherío.
William confiesa que le gusta mucho revolver. “¿A quién no?”, pregunta. Busca en cajones viejos, en baúles, en las ferias, en las volquetas y, si bien le pasa cada vez menos, algún que otro tesoro encuentra y también cosas insólitas.
“Hace cinco meses iba por la calle Yaguarón, llegando al Palacio Legislativo, y mi señora me señala que había una madera en una volqueta. Voy a revolver y veo que era una madera común y silvestre, un respaldo de silla. Pero atrás de eso me encuentro con un enorme pedazo de caballo sin cabeza y jinete que era nada menos que Santiago Matamoros (apóstol Santiago El Mayor) que se había apolillado. Lo traje a mi casa, lo restauré y lo tengo arriba de un ropero en el dormitorio, ¡es espectacular!”, cuenta.
La mayoría de sus materiales los encuentra en ferias como Tristán Narvaja. “No sé lo que voy a buscar, puedo comprar algún embudo, una forma de madera que me interese, tachos viejos de albañil, cualquier tipo de latas, tapones de bodega de madera… algo que tenga el uso de la vida que agarra como una cera de la grasitud de los años, una blandura; no es una pieza cortada hoy con sierra”, explica y aclara que no manda a hacer nada. “La belleza de las piezas, si la tienen, es que no están hechas para lo que yo las uso”, apunta.
Se lleva lo que encuentra a su taller de El Reducto y deja las piezas allí, esperando.
“El misterio de lo que algunos artistas llamamos inspiración es que es algo que sucede a través nuestro porque nos agarra desprevenidos. Quiere decir que si consigo dos maderitas, no estoy con la idea de hacer determinado bicho. A veces contacto formas insólitas, hasta ridículas y me sorprendo”, señala sobre el proceso de creación en el que siempre trata de evitar caer en lo que llama “la cosa decorativa”.
Tampoco quiere repetirse y eso lo logra tratando de “cantar la canción con sentimiento, aunque sea siempre la misma. Tomo la pieza como única; en ese momento pongo todo mi corazón y mi vida”. Para eso se rige por una frase de Joaquín Torres García, a quien considera conceptualmente el mejor maestro del mundo por lo que dejó escrito: “Ustedes deben preocuparse por buscar una estructura, el resto viene solo y pertenece al espíritu”.
Es así que surgen Bichos Locos únicos o algunos que puede agrupar en colecciones, como ratones, perros, jinetes o curas. “Tampoco me aferro a las colecciones, sino que estoy abierto a descubrir ese misterio que las piezas me traen”, apunta quien también realiza alguna cosa por encargo, como un partero que está en proceso.
Cada pieza, de acuerdo a su complejidad, le puede llevar de una hora a dos o tres días. Ese trabajo lo comparte con las clases de dibujo y pintura que dicta en un taller más pequeñito en el altillo y que por la situación actual de pandemia van por Zoom. “Estoy dispuesto a dar clases de Bichos Locos, pero ensamblar es unir dos piezas, lo fundamental es tener sólidos los conocimientos teóricos que vienen de la tradición del arte. Si alguien me los pide, se los enseño”, dice.
Dispuesto a compartir todo lo que la vida le ha aportado, sea con sus obras o enseñando, William ha hecho su camino buscando que se lo reconozca como un artista, “aunque quizás no llegue a rozar el arte con mis trabajos”, aclara. Un artista que logró liberarse para vivir un presente que le permite afirmar que está “muy feliz y con tiempo libre” para dedicarse a lo que realmente ama.
Presencia en Madrid, París y Sudamérica
En 2018, la galería española Malvin Gallery, que pertenece a una uruguaya, lo invitó a exponer una colección de Bichos Locos. Le pagaron todo, menos el pasaje, que costeó para ir con su esposa y difrutar de una experiencia que le permitió vender mucho. Además está presente en la galería Pays de Poche, también de un uruguayo, ubicada a la vuelta de Notre Dame (París). A eso suma galerías de Buenos Aires, Montevideo, Colonia y Punta del Este.